martes, 19 de junio de 2018

DÉJÀ VU KARMA



 
DÉJÀ VU KARMA 
  
Cuando en mi adolescencia  inicié formalmente mis estudios espirituales, acogiendo las enseñanzas que siguiera mi bisabuelo a través del centro de estudios que fundara, mi instructor, discípulo de aquel, en algún momento tuvo la idea de que diera clases a un grupo de jóvenes... tan jóvenes como yo.  
  
Rondábamos la veintena. Ya antes de eso había sido incorporado al Seminario del Centro Luminar, en el cual se efectuaban estudios más profundos.   
  
Por varias semanas o meses —ya no recuerdo—, nos reunimos periódicamente los imberbes de nuestro Centro Luminar, en el cuál yo fungía como “facilitador” de dichas clases...  
  
Aparte de sentirme estúpidamente halagado por el encargo, concomitantemente esto me producía un enorme ruido interno. ¿Qué podía yo enseñar? ¿Qué experiencia podía tener yo? ¿Qué podía dar un ciego a otro ciego sino más que ceguera? Lo único que podía dar era una serie de conceptos y repetir como loro lo que había escuchado o memorizado. Era algo ridículo, incoherente.  
  
El ruido interno acalló el halago y finalmente  abandoné...  
  
Muchos años después, comencé a practicar Hatha Yoga, una vía que al poco tiempo me mostró muchas otras vías y una magia tal que mi intelecto protestaba por sentirse burlado y excluido al no poder encontrar explicación a este nuevo entendimiento y transformación que lo dejaba al margen.  
  
Uno de los primeros descubrimientos fue percatarse del hermoso viaje que inicia con él “no se”, con el darse cuenta de no saber lo que se cree saber...  
  
La forma inmediata de ese reconocimiento es intelectual, dialéctico, que es la manera más cómoda, ya que es informativa. Pero la forma más sincera de ese reconocimiento viene a través de la práctica. La disciplina y la repetición es el reconocimiento de nuestra ignorancia en la dimensión de los hechos y es transformativa.   
  
Pero ese "no sé" poco a poco iba siendo extensivo a las motivaciones mismas de la práctica diaria, a tal punto de ir eliminando razones para realizarla...  
  
¿Y tiene que haber alguna razón?  
  
Repetimos ingentes cantidades de fútiles e intrascendentes actos día tras día por supuestas razones muy fundamentadas que no nos llevan a ninguna parte, salvo al dolor y sufrimiento. No es descabellado catalogar ese comportamiento como una locura que esclaviza. Quizás sea hora de repetir alguna acción una y otra vez desprovisto de razón. En una de esas podríamos descubrir algo nuevo: la locura que libera...  
  
La historia se repetiría.   
  
En algún momento mi querido instructor de Hatha Yoga tuvo la original idea de hacerme una encomienda: encargarme de las clases de un día de la semana...  
  
Inmediatamente me vi transportado a aquella época pasada.  
Protesté y le hice saber mi reclamo, de no considerarme en lo más mínimo capacitado para ello. El no abundó mucho y escuetamente me indicó que lo tomará como una actividad de servicio. La verdad que no me satisfacía su argumento, era ridículo. Si es un servicio, ¿cómo dar un servicio de calidad si quien lo brinda no posee las creedenciales para ello?  Pero era difícil rebatirle siendo, además, tan lacónico y reiterado en su respuesta.  
  
—Yo estoy abocado a mi propio proceso —le decía—. Veo mucha gente bondadosa muy presta y deseosa de enseñarle a otros; yo soy egoísta, quiero que me enseñen —le rebatía seriamente y hasta con ironía viendo tanta gente ansiosa de enseñar Yoga.  
  
Y el volvía a lo mismo: —Hazlo simplemente como una actividad de servicio...  
  
Me sentía incómodo... Además que es muy tentador quedarse en cama descansando y acariciando mi gato después de una semana agotadora para tener que levantarme nuevamente temprano para dar una clase de Hatha yoga un sábado...  
  
Así que busqué una inicial forma de sacarle provecho a mi incomodidad. —Esto no es más que otra asana —me dije—, igual de incómoda como otras tantas y que me invita a observarla.  
  
Es decir, lo asumí como una práctica más; y no me refiero a considerarla como una práctica cuya prioridad u orientación ahora era mejorar mis capacidades pedagógicas  —aunque pueda suceder—, sino como otra práctica diaria de mi rutina de Yoga, otra postura más que exige igualmente inocencia, atención y presencia.  
  
Asumido esto, me fue más fácil sobreponerme al montón de variadas razones en las que se basaba mi disgusto; es decir, me vi ahora algo más liberado.  
  
Libre no sólo de la molestia de hacerlo, sino que también libre por la eventual molestia de dejarlo si el día de mañana así me lo encomiendan. El punto que subyace es que ni uno ni lo otro es consecuencia de un deseo personal...  
  
Por otra parte, cuando no nos anima el deseo personal, hay garantía de que no abusaremos o usaremos a otros para nuestra propia satisfacción, ya sea física, emocional o mental.  
  
Esto me remite a una conclusión: no puede haber libertad en el deseo personal...  
  
Evidentemente que lo anterior puede sonar contradictorio, ya que siempre hemos entendido que la libertad es hacer lo que nuestros deseos nos dictan, cuando la realidad, en ulterior análisis, es que no ha habido mayor esclavitud, miseria y sufrimiento que en la complacencia sensorial y asumimos que cualquier orden nacida desde otra voluntad es una injerencia, limitación o coerción a nuestra libertad.  
  
Y es que aquí, invariablemente, llegamos a otro crucial punto: la entrega. Y no me refiero al conocimiento o instrucciones que entregamos o damos al asumir un eventual y temporal rol como guías, facilitadores o profesores, me refiero a aquella entrega que presupone realizar una acción por la acción misma, aquella desprovista del sentido de yoidad y que nos convierte en un mero vehículo o instrumento de un ideal que entendemos superior.  
  
 Y este enfoque en la práctica, ahora, se me revela trascendental.   
  
¿Cómo es posible pretender alcanzar la total entrega a Dios sin siquiera haber por lo menos entrenado y practicado previas entregas y acciones totalmente desinteresadas, más aún cuando nuestra costumbre ha sido construir y alimentar una serie de hábitos calculados e interesados a lo largo de toda una vida dentro del mundo material?  
  
Esto me lleva a otra conclusión: solo en la entrega puede haber libertad...  
  
Otro aspecto que se revela a través de la ausencia de deseo o la entrega hacia la acción, es que lo que se da o brinda a los participantes es aquello que se nos ha enseñado. Queda cancelado todo intento creativo de querer innovar. Si existe un deseo es el de ajustarse lo más fiel posible a la enseñanza recibida. Algunos, erróneamente le llaman a esto fanatismo. Yo le llamo fidelidad.  
  
Aquí, desde la perspectiva del facilitador, ser creativo es poder no ser un obstáculo y evitar la enorme tentación de querer poner cosas de la propia cosecha, de la propia ignorancia. Hay que ser muy creativo para convertir un loro... en un perfecto loro.  
  
Y es esto lo que no hemos visto especialmente en Occidente, que en 50 años ha creado más estilos de Yoga que en sus 5000 años de antigüedad. Nadie enseña yoga por su propio deseo, a menos que su propio ego lo desee... y, cuando el ego aparece, un montón de estilos aparecen.  
  
Desde otra perspectiva, esto no implica que la función o fuerza creativa se cancela; por el contrario.  
  
Puede haber un enorme torrente creativo al aparecer conocimiento en alguno de los participantes —incluyéndome— o un nuevo darse cuenta, pero no asumiendo que quien imparte la clase, en este caso un diletante, es la causa de esa revelación que pueda acontecer en el transcurso de la práctica.  
  
Así, el éxito de la clase está relacionado de manera directa y proporcional con yo desaparecer: todo lo bueno que en ella acontece no es mío, todo lo malo sí...  
  
Ya sea de éste o de aquel lado, solo soy un practicante principiante que siempre comienza, una y otra vez... buscando la locura que libera.